Abajo, al interior de una de las casas, después de algunos embarques extraviados, un matrimonio de campesinos había perdido toda esperanza de tener su segundo hijo. Más para tranquilidad propia, pidieron a un chiquillo de nueve años, morenito, pelo corto, cara traviesa, que saliera al patio y les avisara en cuanto viera llegar a la ansiada panzocigüeña. Visiblemente emocionado ante la posibilidad de un hermanito que le quitara los regaños, rezos y responsabilidades que lo agobiaban a su corta edad, el niño subió al techo de teja —aun a riesgo de su propia vida— e hizo señas a cuanto pajarraco pasaba por ahí.
Después de algunas horas de búsqueda infructuosa, la agotada panzocigüeña se disponía a devolver a los cuneros celestiales su incómoda carga. Pero un último y definitivo intento la llevó a descubrir al niño que agitaba los brazos y gritaba como loco. Pobrecito, seguramente no tiene con quien jugar y subir al tejado le parece divertido, se dijo, y soltó su carga sin más. Con la satisfacción del deber cumplido, el cuervo disfrazado de panzocigüeña se perdió a contraluz de un sol grisáceo y deslavado.
Al interior de una casa en la calle Hidalgo, después de unos minutos que parecían eternos, el atascado chillido del recién nacido devolvió a la vieja comadrona y a los asustados padres, la ilusión perdida. Pobres, no sabían que aquello apenas comenzaba.
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