sábado, 14 de abril de 2012

El Internado: (XIII) Las necesidades del Rompecorazones Bazae


Era de todos sabido que en los cuatro meses que llevaba el noviazgo del Rompecorazones con la Chaparrita Nalgoncita, las relaciones sexuales habían sido un artículo inalcanzable. Nalgoncita era una interna de cara redonda, ojos grandes y pelo rizado. No era fea, pero tampoco era la beldad que ella presumía. Subirse al metro, viajar en pesero o Ruta100, era un insulto que no podía tolerar. Por primera vez en los años que tenía de conocerlo, vi al Rompecorazones perder la brújula. La carencia de sexo lo estaba volviendo loco. Sus amigos más cercanos preferíamos saludarlo desde lejos, pues la hipertricosis de su mano derecha era harto desagradable. Su ángel de la guarda había desaparecido una noche medio desplumado y su demonio vigilante lo observaba siempre a prudente distancia. Sus cápsulas amorosas ¾antes pícaras y jocosas¾ estaban llenas de descripciones muy cercanas a la pornografía. Su lamentable estado mental preocupaba sobre manera a la cofradía.

            ¾Un día de estos debutará como violador en la nota roja ¾se preocupaba Solemne Primero, ojos brillosos y desorbitados.
            ¾No chingues, cabrón ¾se quejaba Tanamazte, que compartía con él su cuarto de azotea¾, hay que hacer algo, pues yo tengo hermanas.
            ¾¿Entonces para qué están los amigos?... ¾el comentario del doctor S. M. hizo que todos protestáramos y pusiéramos a resguardo el culo¾. Pero no para lo que piensan sus mentes cochambrosas. Si su novia no afloja, entonces llévenlo a Sullivan y páguenle entre todos una prostituta.
            Y como muestra de su buena fe, hizo una donación de cincuenta pesos.
            El viernes por la noche nos trasladamos a un antro perdido por la Ciudadela. La zona no era de nuestro agrado, pero el doctor S. M. era el guía experto en estos lares. El coche Gran Marquis ’88 se quedó a resguardo en un estacionamiento de mala muerte. El antro —sin nombre— estaba en un segundo piso. Era un lugar pequeño, más bien discreto, quizás solo estaba autorizado como lonchería o bar. Una improvisada pista era delimitada por una decena de mesas, dispuestas a su alrededor. Al fondo, una quincena de jóvenes semidesnudas observaron nuestra llegada con estrambóticas sonrisas y pequeños chillidos de pájaros nerviosos. Como jóvenes de mundo, seguimos al mesero, devolviendo a las chicas las miradas. A la segunda ronda, S. M. llamó al encargado del lugar.
            ¾Mándanos a tus cuatro mejores chicas, para que nuestro amigo escoja una. Es su despedida de soltero ¾mintió, pues era más honrosa esta disculpa que explicar a un extraño la historia de la Chaparrita Nalgoncita que no soltaba prenda. ¡No antes del matrimonio, carajo!
            Las chicas comenzaron a desfilar ante nosotros. El Rompecorazones Bazae las observaba con ojos inyectados de deseo, pero no se decidía por ninguna. En un intento de asegurar al cliente, se sentaron a su lado y se dejaron apapachar.
            ¾Me siento impuro ¾musitó Bazae como a la séptima cerveza. Y abandonamos el local.
Imagen tomada de la red.

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