Los comentarios lúbricos de los mordaces e indecentes estudiantes del cuarto semestre se dejaron escuchar desde el primer día de clase. La doctora G. Lazo estaba al frente del aula en compañía del grupo de profesores de patología médica. Su mirada displicente se paseaba amenazante sobre los cuatro grupos encerrados en el aula, haciendo denso y pesado el ambiente.
¾¡Esa doctora es un ángel! ¾dijo una voz a punto del orgasmo.
¾¡Esa doctora es un ángel! ¾afirmamos los demás, orgásmicos.
Pero la luna de miel entre profesorado y alumnado duraría poco. No había terminado de hablar el segundo profesor, cuando la doctora G. Lazo se supo de pie. Un silencio sepulcral cubrió el lugar. De súbito, era la noche, como lo advertían los grillos que comenzaron a rechinar en las jardineras. Sobre nuestras cabezas pasaron aleteando, pesada y torpemente, un par de murciélagos grisáceos que fueron a posarse sobre los hombros de la susodicha doctora. Tiempo después afirmaría Magdalena ―antes de enemistarse conmigo por asuntos de amores―, haber escuchado aullidos de lobos por el rumbo del estacionamiento de estudiantes. (¿Cómo no entendimos entonces que ya se gestaba la desgracia que, un par de meses después, caería sobre la Ciudad de México, el 19 de septiembre y en la que específicamente fallecerían algunos residentes de que en ese momento estaban frente a nosotros?). Un vaho gélido cubrió el aula cuando la doctora Lazo se puso de pie. Las pequeñas gotas de sudor ¾producto del hacinamiento grupal¾ se cristalizaron en sienes y mejillas, pecho y axilas, provocando un insistente escozor que hacía tiritar al alumno más pintado. Debíamos aceptarlo, su presencia como enviada del mal, era imponente-
¾¡Jóvenes, soy la doctora Lazo, titular del grupo 1416! ¾su voz gutural retumbó en las paredes, multiplicándose aritméticamente hasta provocar en los presentes una pérdida momentánea del sentido. El eco, tembloroso, huyó por un cristal fracturado y se perdió en el otro extremo del hospital―. Sepan de una vez que no voy a tolerar la impuntualidad... los comentarios extra clase... o comer tortas, tomar refrescos o fumar en el aula.
Y a continuación desplegó ante nosotros la normatividad de toda una generación castrense.
¾¿Alguna pregunta?
No había un sólo murmullo que escapara de nosotros; era mayor el temor a que penetrara en nuestra boca alguno de los gigantescos moscardones de la muerte que formaban su aureola. Mujer acostumbrada a no ser contrariada, se levantó precipitadamente y echó a andar seguida por su séquito. Al verla alejarse por los pasillos, las manos entrelazadas a la altura de la región lumbar, llamaba la atención su constante balanceo, como de pirata con pata de palo. Sobre su hombro, un perico verde nos gritaba maldiciones en holandés. Entonces comprendimos que se trataba del alma en pena de algún viejo pirata de las Antillas. Y los temores vampíricos desaparecieron de nuestros sueños.
El año escolar fue por demás productivo, pues siempre tuvimos miedo de ser colgados del árbol mayor del Hospital General.
Imagen tomada de la red.
3 comentarios:
Me recuerda a los sueños.
Algo hay de eso, Quique, pero a nosotros nos tocó vivirlo. Era una mujer hermosa, pero extraña.
Saludos.
Hermosos recuerdos aunque sean suigeneris. un abrazo Rub
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