A las abues: Consuelito,
Julia y mamá Cuquita
I
Y de pronto se detuvo todo, como si
hubiesen puesto en off el interruptor.
El escritorio de mi oficina se quedó con
mi pluma y mis recetas dormidas. Enmudeció el teléfono.
Se apagaron las luces y cerré la puerta
detrás de mí. Era la última semana de marzo.
Esa tarde llegué a casa y tomé un libro,
y empecé a leer. Me serví un poco de café y dejé que corrieran las manecillas
del reloj. Cerré los ojos.
La navidad está cerca, oí que dijo mi
mujer.
Abrí los ojos y frente a mí, la mesa:
pavo, papas y manzanas horneadas, pastel de frutas, ponche.
Luces de colores, el árbol a media sala.
-Cómo fue posible que pasara todo esto,
dije a mi mujer.
-pasó, respondió ella.
Afuera, el silencio, roto tan sólo por
las sirenas de las ambulancias que corrían de uno a otro lado.
-Parecen tiempos de guerra, dije y
empecé a dar cortos sorbos de ponche.
-Así parece, dijo mi mujer.
Al filo de las doce fue cuando cayó la
neblina y cuando vimos que, de la nada, se produjo un resplandor que nos cubrió
de un sueño eterno.
II
-Abuela qué estás haciendo, pregunté.
-Hojuelas, dijo la abuela mientras siguió
cortando la masa, -hacía pequeñas bolitas que enseguida, extendía y colgaba en
las orillas de la mesa. Las dejaba secar unos minutos y luego las echaba en una
sartén grande con manteca muy caliente.
-chisporrotean, dijo la abuela y volteó
a verme sonriendo. Tú me ayudas con la canela y el azúcar, agregó.
La cocina se llenaba de reflejos del sol
de la mañana, del humo de la estufa de leña. Se impregnaba con el aroma a café
y a canela y a manteca.
Los grandes canastos de carrizo con
servilletas bordadas.
-Pones una fila así, decía la abuela, y
colocaba las hojuelas, después espolvoreaba azúcar y canela. -Y luego otra
fila, y así lo iba yo haciendo. Ella discreta dejaba una para mí, junto a mi
vaso de café.
A las siete y media de la mañana hasta
ocho canastos repletos de hojuelas, a esa hora los nietos mayores habían hecho
acto de presencia. La algarabía de la casa, todos desayunando. Cada uno salía
de casa con su canasto a cuestas. Cada uno con su ruta definida. Volverían a
más tardar en dos horas. Los vecinos, el pueblo entero esperaba con ansias y,
eso garantizaba la venta.
Yo era el más pequeño, aún no podía
cargar aquel peso. La abuela mesaba mis cabellos con aquellos dedos largos,
delgados, y huesudos. Era justo el descanso. Se servía un poco de café bien
cargado, me servía también a mí. Y fumaba tranquila. Fumaba cigarros sin
filtro. -Alas extras- y echaba el humo al frente y tomaba su café.
-Algún día, cuando seas grande, saldrás
con ellos hijito, agregó.
III
-¿vino la abuela? Pregunté a mi mujer,
ella tomó mi pulso, checó mi temperatura.
-respira tranquilo, no te agites, dijo
ella.
-¿La abuela? Insistí. Había un fuerte
olor a tabaco y a café cargado. -Oí sus pasos por la cocina, dije.
Mi mujer se quitó los guantes de las
manos, acomodó su mascarilla.
-Mamá Cuquita murió hace treinta años,
dijo.
-Es ella, aseguré.
De nuevo ese silencio en casa, esa
niebla densa.
-¡Mamá Cuquita! Escuché que alguien se
dirigía a ella, -el cielo está de fiesta, agregó.
-Habrá que hacer hojuelas, oí que
respondió la abuela.
-preparemos la masa, hay que poner a
calentar la manteca, hay que moler azúcar y canela agregó y enseguida, se
volteó hacia mí y dijo: -hijito, ya es hora de que cargues tu canasto.
©2020 by Oscar Mtz. Molina
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