lunes, 18 de enero de 2021

Las hojuelas de azúcar y canela


 


 

 

A las abues: Consuelito,

Julia y mamá Cuquita

 

I

Y de pronto se detuvo todo, como si hubiesen puesto en off el interruptor.

El escritorio de mi oficina se quedó con mi pluma y mis recetas dormidas. Enmudeció el teléfono.

Se apagaron las luces y cerré la puerta detrás de mí. Era la última semana de marzo.

Esa tarde llegué a casa y tomé un libro, y empecé a leer. Me serví un poco de café y dejé que corrieran las manecillas del reloj. Cerré los ojos.

La navidad está cerca, oí que dijo mi mujer.

Abrí los ojos y frente a mí, la mesa: pavo, papas y manzanas horneadas, pastel de frutas, ponche.

Luces de colores, el árbol a media sala.

-Cómo fue posible que pasara todo esto, dije a mi mujer.

-pasó, respondió ella.

Afuera, el silencio, roto tan sólo por las sirenas de las ambulancias que corrían de uno a otro lado.

-Parecen tiempos de guerra, dije y empecé a dar cortos sorbos de ponche.

-Así parece, dijo mi mujer.

Al filo de las doce fue cuando cayó la neblina y cuando vimos que, de la nada, se produjo un resplandor que nos cubrió de un sueño eterno.

II

-Abuela qué estás haciendo, pregunté.

-Hojuelas, dijo la abuela mientras siguió cortando la masa, -hacía pequeñas bolitas que enseguida, extendía y colgaba en las orillas de la mesa. Las dejaba secar unos minutos y luego las echaba en una sartén grande con manteca muy caliente.

-chisporrotean, dijo la abuela y volteó a verme sonriendo. Tú me ayudas con la canela y el azúcar, agregó.

La cocina se llenaba de reflejos del sol de la mañana, del humo de la estufa de leña. Se impregnaba con el aroma a café y a canela y a manteca.

Los grandes canastos de carrizo con servilletas bordadas.

-Pones una fila así, decía la abuela, y colocaba las hojuelas, después espolvoreaba azúcar y canela. -Y luego otra fila, y así lo iba yo haciendo. Ella discreta dejaba una para mí, junto a mi vaso de café.

A las siete y media de la mañana hasta ocho canastos repletos de hojuelas, a esa hora los nietos mayores habían hecho acto de presencia. La algarabía de la casa, todos desayunando. Cada uno salía de casa con su canasto a cuestas. Cada uno con su ruta definida. Volverían a más tardar en dos horas. Los vecinos, el pueblo entero esperaba con ansias y, eso garantizaba la venta.

Yo era el más pequeño, aún no podía cargar aquel peso. La abuela mesaba mis cabellos con aquellos dedos largos, delgados, y huesudos. Era justo el descanso. Se servía un poco de café bien cargado, me servía también a mí. Y fumaba tranquila. Fumaba cigarros sin filtro. -Alas extras- y echaba el humo al frente y tomaba su café.

-Algún día, cuando seas grande, saldrás con ellos hijito, agregó.

III

-¿vino la abuela? Pregunté a mi mujer, ella tomó mi pulso, checó mi temperatura.

-respira tranquilo, no te agites, dijo ella.

-¿La abuela? Insistí. Había un fuerte olor a tabaco y a café cargado. -Oí sus pasos por la cocina, dije.

Mi mujer se quitó los guantes de las manos, acomodó su mascarilla.

-Mamá Cuquita murió hace treinta años, dijo.

-Es ella, aseguré.

De nuevo ese silencio en casa, esa niebla densa.

-¡Mamá Cuquita! Escuché que alguien se dirigía a ella, -el cielo está de fiesta, agregó.

-Habrá que hacer hojuelas, oí que respondió la abuela.

-preparemos la masa, hay que poner a calentar la manteca, hay que moler azúcar y canela agregó y enseguida, se volteó hacia mí y dijo: -hijito, ya es hora de que cargues tu canasto.

 

©2020 by Oscar Mtz. Molina

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