La Araña amaneció con el pelo estropajoso y un humor de los
mil demonios. Antes de siquiera de mirarse en el espejo, lo estrelló con el
tacón de su zapato favorito. Luego, con amañado desdén, arrojó el zapato por la
ventana.
Para la Araña, éste era un día común y
corriente (un poco más de lo uno, un poco más de lo otro, en realidad tampoco
le importaba) y la agresión a dos de sus objetos preciados no era más que la
secuencia de una cadena de fingido aprecio. La hipocresía era su mejor arma.
Asesina en potencia, todas las mañanas, olvidando los placeres de la víspera,
no tenía reparo en partirle su madre a cada objeto a su alcance. A lo largo de
su vida, hombres y mujeres habían huido de su lado no por su fealdad, sino por
el peligro que representaba en momentos como aquellos. Quienes la conocían, al
verla venir por la acera no dudaban en dejar de lado su valor y bajarse de la
banqueta, aun exponiéndose al riesgo que conlleva caminar entre los
automóviles. Siempre será mejor una prudente distancia de por medio,
aseguraban. No obstante, sé de un intrépido que invocó al demonio, que después
de beberse el octavo caballito de tequila dijo que él sí había dejado el miedo
atrás, se había armado de güevos y una noche la abordó en la esquina de su
casa, cuando la Araña regresaba de su trabajo. Para su sorpresa, la Araña lo
invitó a entrar a su casa. El lugar era por demás lúgubre; el largo pasillo de
cantera despedía un olor a humedad y tierra añeja, como de camposanto, y un
sonido profundo los acompañó hasta llegar a la sala. Cuando las primeras luces
de un candelabro se prendieron, no fueron capaces de disipar las sombras en su
totalidad, pero la mezquina luz fue suficiente para que él, el atrevido hombre
valiente, se percatara de cada misterio encerrado en esa vieja casona. Los
millares de cristales esparcidos por todas las orillas de la sala le permitieron
entrever que esa mujer odiaba los espejos, pero que al mismo tiempo había algo
en su interior que la llevaba a, después de destruirlos, proveerse de nuevos
espejos. Del techo descendían gruesa y viscosas crines, formando una red sin
orden, entrecruzándose, enlazándose. Luego —como
la impaciencia ya nos agobiaba—,
nuestro
camarada el valiente nos contó
la historia de amor más fantástica:
—¿Que cómo logré escaparme? Cabrones: yo iba preparado mentalmente
para todo, y jamás cerré los ojos, ni
aún cuando me la estaba mamando. Siempre los tuve bien abiertos. Y cuando
estaba terminando por décima vez, los tentáculos ya descendían del techo, para
envolvernos. Traté de separarme de ella bruscamente, pero su cuerpo viscoso,
sus pies cruzados sobre mi espalda, sus brazos aferrados a mi cuello parecían no
querer separarse de mí... ¡Entonces sí que sufrí!, pues veía esas hebras
gigantescas caer sobre nosotros. Pensé que quedaría atrapado como una mosca
entre la telaraña, y todo por cusco. Pero logré huir, dejándola sumida en su
orgasmo...
Por supuesto que no le creímos, pero
nos hicimos los apantallados.
Luego, con el tiempo, hubo otros
intrépidos que aseguraban haber logrado huir de la viuda negra, hablaban de
osamentas abandonadas en los rincones más distantes de la casa, aún con un
rictus de placer grabado en los huesos de la cara, de olores nauseabundos, de putrefacción
que indicaba la cercana presencia de una carne en descomposición. Es más, hubo
quien dijo ver al través de un ojo de una cerradura un cementerio en el que un
mundo de arañas violaban las cuencas de los ojos de incontables calaveras.
Por eso, cada mañana, cuando la Araña
aparecía entre nosotros, nos guardábamos mucho de acercarnos a ella. Cuando por
alguna indicación éramos llevados a su presencia, manteníamos el más solemne de
los silencios, asintiendo a cada expresión suya, procurando no contrariarla,
porque sabíamos que una opinión encontrada liberaría su cólera. Siempre le
dijimos que sí a todo lo que nos propuso, y vivimos muy felices bajo su
mandato.
2 comentarios:
Estupendo cuento...
Gracias Armando, inspirado durante mi residencia médica en pediatría. Saludos.
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