Al despertar, la tormenta había pasado (como una pesadilla
que se diluye en las profundidades del pensamiento). Abrí los ojos ¾pesados, dolorosos¾ y la presencia del sueño se integró a
la oscuridad de la noche o ¿quizás la madrugada? No sabía la hora. Traté de
penetrar en mi reloj de pulso, pero era de esos que en la oscuridad son nada.
No importa, pensé, es preferible mil veces esta realidad que la pesadilla en la
que me enfrasqué. Sin embargo, aún atarantado por la resaca y el temor
diluvianos, no quise levantarme de la cama ni alargar la mano en busca del
interruptor de la lámpara. Temía prender la luz y encontrarme con algún animal
marino ¾venenoso o no¾ o simplemente hallar junto a mi cama
alguna bestia agazapada, en espera del menor movimiento. Lo mejor en estos
casos, volví a pensar, es dormir de nueva cuenta. Ya mañana Dios dirá. Pero
siempre con la esperanza y la posibilidad de que el sueño siga otro curso menos
inquietante. Cerré los ojos y los mantuve fuertemente apretados por una
eternidad imposible de calcular. Pero el sueño no llegaba. Los volví a apretar
con mayor fuerza, los tallé cien veces, me acosté boca abajo, me tragué diez
tabletas de diazepam que guardaba bajo la almohada, conté rebaños de ovejas más
negras que las de Augusto Monterroso... pero el sueño se había espantado y ni
con la mejor de las engañifas podía atraerlo de regreso. Me estoy desesperando,
pensé, con los músculos tensos, los puños cerrados, el corazón acelerado, y un
insulto en la boca. Y sin pensarlo más, llevado por el impulso instintivo de la
furia en aumento, me abalance fuera de la cama en busca del interruptor de la
luz al extremo de mi cama. Pero no llegué a tocarlo: caí, tropecé con el vacío,
di vueltas, piruetas y volví a caer en un sinfín de oscuridad absoluta, que no
tenía para cuando terminar.
¾¡Puta madre! ¾me escuché gritar, irreconocible, la
voz más aguda¾. ¡No es que la luz se haya ido de la clínica...! ¡Estoy
muerto! Y para colmo, parece que llegué al limbo.
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