La mañana es fría. La gente cuchichea mientras se sienta. De las casas
llega el olor a café. Empieza la sesión. Presido la mesa. En breve, las
personas se animan a preguntar. Contesto, dialogo y respondo con pasión y
convencimiento. Mis oyentes se hacen señas y muestran interés. Hay gente de
pie, otras escuchan fuera del recinto. El sol se ha mostrado y entre la plática
con la comunidad, se abren silencios.
Te recuerdo y te digo: “No puedo abrazarte, ni decirte lo bien que me he
sentido. En la distancia contemplo fugazmente tus ojos. Si pudieras leer mi
pensamiento, si pudieras mirarme la cara verías la sombra del viejo cedro que
golpea la ventana y se recuesta en mis labios”.
Me preguntan, dialogo, discuto.
Así son las mesas de trabajo. Mis ojos esperan — con paciencia— otro silencio.
Otro disparo: “Tu y yo dándonos vueltas con los brazos abiertos para sentir la
inmensidad del monte en nuestra piel”.
La gente mayor me invita a sus
casas. Las mujeres, cuando se enteran que me gustan las plantas, desean enseñarme
su jardín.
—Llévese un codito, seguramente con
esto recordará nuestro pueblo.
Yo acepto. Otras cortan algunas rosas y me las dan:
—Para que se la lleve a su novia.
Nadie nota mi desesperación. Será un fin de semana largo. Me urge montarme en
un carro. Comer kilómetros de la lengua de asfalto, sentir que nos esperamos.
Ansioso de su abrazo, y ella del mío.
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