La miraba sin que
ella se percatara; fingía ver los rulos morochos de su pelo, pero me detenía en
los signos de su partida. Ella sonreía y me tomaba de la barbilla y me decía lo
feliz que era. Mentía, tal vez, no se daba cuenta que a su sonrisa no le acompañaba
ese relajamiento que se abre de par en par, en el entrecejo, cuando hay
satisfacción. Observaba el punto de tensión y movía mentalmente mi cabeza.
Las últimas veces, al despedirnos, notaba su urgencia por darme las buenas
noches, y ésta, aunque se oculte, un hombre sensible la percibe.
Hubo momentos de gran alegría. Cosas pequeñas, como el hecho de tener su
mano entre mi mano. Mi mano siempre la resguardaba, como las veces en que la
conducía entre las grandes avenidas, donde la muchedumbre se arrebata para
cruzar la esquina y ella caminaba o se detenía a la sutil orden de mi palma.
Recordé la luz de su mirada cuando ésta respondía a mi sonrisa. Después dejó
de emitir destellos. ¿Ella sabría lo que dirían sus ojos? Nunca lo sabré,
aunque tal vez, lo supo. Sin embargo, no le di tiempo de decírmelo.
Muy en la mañana, la neblina dormía en el piso y sobre los cerros
formaba grandes anacondas. La reconocí por su forma de caminar: en una mano
traía su equipaje; y la otra, subía y bajaba con desorden, como lo hace una
mariposa que tiene el ala rota. ¿Se iba de viaje? ¿Escapaba cuando ayer,
todavía, me rodeaba con sus brazos? La seguí sin que me viera, sin que me
oliera. Me deje ver poco antes de que el tren silbara, anunciando que sólo
estaría diez minutos.
2 comentarios:
Rubén, historia poética y campirana, como mucho de lo que escribes. Un retorno al pasado.
Un abrazo.
Gracias Manolo por comentarme un abrazo
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