PARA SER MIS primeras 8 horas de servicio social, no la estaba
pasando nada mal. Levanté mi cerveza y brindé por los dioses otomíes, que seguramente
a esta hora rondaban la clínica, atraídos por la música y el alcohol. El
repiqueteo de la lluvia sobre el techo de lámina fue la confirmación de mis
sospechas. Destapé otra lata cerveza para agradecer su gesto. A mi alrededor, los
expasantes bebían como si ésta fuera la última borrachera de sus vidas (y no la
primera de su nueva etapa). Como dijera uno que cabeceaba en un
rincón:
―Es nuestra forma de dar gracias a la
clínica por su discreta y silenciosa contemplación.
El comentario, entre poético y
delirante, provocó que todos lo acusaran de mamón.
Los fantasmas ―de existir― posiblemente se encontraban afuera de
la clínica, protegiéndose de la lluvia en algunas de los cientos de botellas
vacías que adornaban el jardín.
A las diez de la noche, la gastritis
postetílica hacía estragos en nuestras entrañas. Bastaba ver los rostros o bajarle el volumen al estéreo para oír claramente
el diálogo de estómago e intestinos, convulsionados por insoportables
retortijones.
―¿Y qué chingados vamos a cenar? ―preguntó una voz anónima, seguramente
de alguno de los nuevos pasantes.
Los expasantes, que eran nuestros
anfitriones, considerando que aquella sería su última noche en la clínica, no se
preocuparon por volver a llenar el refrigerador por nada que no fueran cervezas
y refrescos. Ante el ayuno inminente, los nuevos pasantes nos miramos
preocupados: ignorando si contaríamos si quiera con energía eléctrica, nunca se
nos ocurrió llevar un frigorífico, y menos pensamos en un poco de comida. ¡Nos
habían contado tantas historias acerca de una anciana caritativa, con nietas
hermosas, que acogería en su mesa a los médicos pasantes en su primera cena.
―Pues lo más importante, o sea los pomos, aquí están… esos
nunca faltaron… ―excusó el expansante de Santiago Mexquititlán.
―¡Salud por el año que se avecina! ―dijimos
a coro.
Un ruido de fierros mojados fuera de la
clínica atrajo nuestra atención: alguien se estaba brincándose la valla y no
tardaría en estar dentro de la clínica, pensamos, no sin cierto temor
justificado por nuestra novatés. Y esperamos con los ojos desorbitados que el
portón se abriera.
―¿Y si es uno de estos dioses indígenas
que se ha despertado molesto por nuestro alboroto? ―preguntó Margarita, acercándose a Rubén.
―Si nuestro desmadre le incomodara a los
dioses, seguramente ya nos habrían devorado... ―farfulló el anfitrión,
tranquilizándonos.
Se abrió la puerta de la clínica y entró
el expasante del poblado de La Torre, sacudiéndose el agua y limpiándose el
lodo de los zapatos. La tranquilidad volvió a nuestros rostros, frustrando en
el fondo nuestra desesperanza esotérica.
―Oye, güey, ¿no trajiste algo de comer? ―preguntó el expasante de San Pedro
Tenango.
Con sonrisa burlona y demostrando un
gran histrionismo, el aspirante a médico internista, sabedor de la necesidad de
combinar el alcohol con los alimento, nos tranquilizó.
―El problema de la cena está resulto ―señaló el morral que llevaba colgado en
un costado.
La ovación se fue apagando cuando
extrajo de su morral un manojo oscuro y amorfo, que despertó las preguntas de
los presentes.
―Es solo una pinche víbora que acaban de
atropellar en la carretera. Le pasó la llanta por la cabeza y adiós mundo
cruel. Pero el resto del cuerpo está bien ―y extendió el animal sobre la mesa
para que lo viéramos, provocando la repugnancia de unos y la risa histérica de
otros―. Una culebra de
dos metros, bien nos alimenta a todos.
Decapitada, húmeda, pero todavía con el
calorcito vaporoso de la muerte reciente.
Una aureola de misticismo se cernió
sobre nuestras cabezas; era posiblemente la
presencia de los dioses otomíes que rondaban la clínica la que nos hizo
callar y aceptar su designio. ¿Era acaso esto una ofrenda, un pacto de
bienvenida o despedida para con estos hombres que luchan a diario por la salud
de los suyos? Para ser sincero, habríamos esperado una bienvenida con un
borrego en barbacoa o un buen mole de guajolote.
¾Pero estos no son dioses griegos, buey,
pensé, envuelto en un halo de lucidez etílica. Y volví a levantar mi cerveza,
brindando con ellos.
Una hora después ¾ya completamente ebrios, olvidándonos
de la repugnancia primera¾ nos dispusimos a engullir los trozos
de culebra, que semejaban pescuezos de pollo con un poco más de carne. No digo
que fue aquella la mejor cena de nuestra vida, pero creo que sí nos darían la
energía suficiente para seguir soportando las borracheras de los otros
trescientos sesenta y cuatro días por transcurrir.
Imagen toda de la red.
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