El médico interno de pregrado observó impaciente el imaginario reloj empotrado sobre la blanca y aséptica pared del quirófano. Automáticamente, los cansados músculos de sus manos, antebrazos y brazos se relajaron un centímetro. Aquello fue insuficiente para descansar las tres y media horas que llevaba la cirugía, pero bastó para atraer sobre sí los furiosos improperios del cirujano. En respuesta, los músculos de las extremidades superiores volvieron a tensarse.
Mientras tanto, nadie se dio cuenta de la bacteria que con paso húmedo y pegajoso ascendía el enroscado mango del separador de Diver. Quizás era una ameba. Quizás era una Pseudomona Aureoginosa. Tal vez un estafilococo dorado. El género, la especie, las características, simplemente, tampoco hubieran importado en ese momento. “... La vida es algo que empieza por allá, lejos, detrás de la vista, y que se viene acercando a una velocidad variable, hasta que está junto a ti. Luego, así como empezó, desaparece detrás de los ojos, nuevamente...”, filosofaba la bacteria.
Se detuvo un instante para limpiar el sudor que escurría por su frente. Parpadeó tres veces, como para arrancar de sus ojos el reflejo amarillento de la luz rebotando sobre el metal, que se incrustaba con insistencia en su cuerpo diminuto.
“Puta madre ¾suspiró¾: jamás creí enfrentarme a una situación icariana”.
Para respirar mejor, desabrochó el último botón de su camisa y el aire llenó sus pulmones.
Un brusco movimiento y un “¡cabrón no dejas ver nada!” estuvieron a punto de arrastrarla al precipicio, a lo inconmensurable. Pero sus ventosas no estaban dispuestas a permitir una caída fatal. Suspiró aliviada, dio gracias a Dios y continuó su ascenso por la semicuerda del mango.
Media hora después, la bacteria se sentía agotada; lo que antes había sido un simple desinterés por el destino, se estaba volviendo un largo, monótono y pesado seguir de frente, sin vislumbrar más que la luz cegadora, que empezaba a enloquecerlo. Y este descuido y decepción por la vida, estuvieron a punto de acabar con ella, cuando en medio de un bostezo, un torrente de sangre, voló por los aire y golpeó estrepitosamente las manos enguantadas, el acero... arrastrando tras de sí toda la esterilidad que hallaba a su paso. Pero el instinto de supervivencia la hizo apartarse y buscar abrigo entre los dedos tembloroso del interno que no podía (¡no debía, chingada madre!) soltar el separador de Diver. Fue esa orden la que salvó a la bacteria de la muerte.
¾Carajo... estuvo cerca... ¡Pincen esa pinche arteria ¾gritó el cirujano, recobrando su sangre fría característica.
Y la bacteria, alentada por su optimismo, continuó su camino hasta la cavidad abdominal.
Octubre 1988. Periódico de Internos.
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