LAS VÍBORAS
La tarde, todavía, giraba señales: bandadas de pájaros peleando por las mejores ramas, el café tostándose en los comales de barro. Bajo las puertas, asomaba la luz desteñida de los quinqués; y entre la hierba de los patios, salían los gruñidos de los cerdos y de las calles, el griterío de los chamacos que retozaban de una calle a otra.
Esa noche, prendí las lámparas y saqué de mi cajón las barajas de naipes. Loño vendría y jugaríamos una partida para ir matando las horas. En lo mejor, su grito me sobresaltó.
— ¡Súbase a la silla médico! Acaba de entrar una víbora.
Hizo la silla a un lado, desenfundó el machete y fue tras ella. Instantes después, la culebra se movía sin cabeza.
—No está muy grande, pero su mordida puede mandar al panteón a cualquier cristiano. Por precaución, médico, antes de dormir abra bien los ojos, no sea que por allí esté la otra.
Después, seguimos la partida de naipes.
Ha pasado mucho tiempo y aún recuerdo -con claridad- lo que pasó desde el momento en que la víbora entró hasta veinticuatro horas después. En ese lapso, tope con tres culebras más, tuve tres eventos médicos y en uno de ellos, un deceso que duele.
Abriendo el día, tocaron a mi puerta. Era una persona que vestía pantalón (los indígenas utilizan un vestido blanco que los mestizos llaman calzón). Había que ir a una comunidad que estaba en la cuesta de la montaña. Fue poco más de una hora por un camino de lajas y una tupida vegetación. Por esos lugares, la humedad tapiza las faldas de los cerros y ruedan regatos de agua virgen; y de arriba, cuelgan helechos que parecen saludarte.
La paciente era una señora de mediana edad que presentaba dolor abdominal que cedió a los analgésicos. Era cerca del medio día. De regreso, montado en la yegua, me acompañó un campesino. Hablamos del maíz, de las plagas que lo diezman y cómo las cosechas se han mermado. Él guardó silencio y me hizo una seña que callara. De un salto, sujetó la rienda del animal y sigilosamente pasamos el camino estrecho. Unos metros después, me regresó el mando.
— ¿No vio la víbora?
— ¿Cuál víbora?
— La que estaba enroscada en la rama del tamarindo.
— No la vi.
— Eso pensé. Por aquí, las llamamos chicotera y desde arriba salta si percibe amenaza. El peligro está en que el animal se asusta y puede hacer caer a quien monta. Por eso, tomé la rienda de su yegua y le hice la seña de que no siguiera hablando.
Bajábamos por un camino de lajas; a los lados, se abrían las barrancas. Casi llegando al caserío nos despedimos. En la tarde, después de comer, llegó otra persona que venía de un poblado opuesto al que había ido. El problema se repetía: un niño que no podía nacer. Esta vez, me acompañó Loño y nos hicimos poco menos de tres horas para llegar a la vivienda. Por el camino, atravesamos varios arroyos; y en uno de ellos, había dos víboras trenzadas y con las fauces abiertas. Fue una imagen de segundos. Después, desaparecieron en la maleza.
Cuando llegué a la vivienda, me alegré de que el niño hubiera nacido, pero al revisar la placenta, encontré que no estaba completa. Le dije al esposo el riesgo y también a la partera. A la señora, lo que tendría que hacer y el dolor que le causaría, pero a cambio de eso, disminuiríamos el peligro de un sangrado y una infección puerperal.
Enredé una gasa alrededor de mis dedos y los sumergí en la matriz y a manera de una legra raspé las paredes. La mujer de esta tierra, tal vez por los sufrimientos históricos que ha tenido, posee un alto nivel para soportar el dolor, y ella no fue la excepción. El sangrado se hizo mínimo. Una hora después, me despedí cuando comprobé que tanto el niño como la mamá estaban bien.
Regresé en la noche. Me esperaba otra dificultad. Había un niño que se encontraba muy mal, tendría tres o cuatro años, venía con los ojos hundidos, su voz era un quejido y sólo clamaba por su mamá. Irritable y con una historia de vómito y diarrea de doce horas, el niño lo que requería era una hidratación de emergencia. Sobre la cama, me apresuré a canalizarle una vena. Les di la instrucción a los padres, que no le dejaran moverse, y mientras intentaba poner dentro de su frágil vena una aguja, los padres con firmeza lo sujetaban.
El niño vomitó y al estar inmóvil, todo el contenido de su estómago se fue a los pulmones y se ahogó. Cuando me di cuenta, abrí su boca. Con mis dedos, saqué restos de alimentos y metí el aire de mi pulmones a los suyos, pero nada. Le di masaje al corazón por no sé cuánto tiempo, intentando reanimar, pero no obtuve ninguna respuesta. Saqué del maletín adrenalina, e inyecté directo a su corazón, pero el silencio se hizo denso y la noche más oscura. El bebé era el único hijo del campesino que horas antes me había advertido del peligro. ¡Dios!
EL REGRESO
Salieron antes de la medianoche.
– ¡Aguanta! Ya verás que llegando con el médico te compondrás —le dice suplicante al hijo, en medio del silencio.
La aldea de Portilla está en la cresta de la montaña, y el camino se vuelve complicado para las bestias. Con nitidez, se oye cómo el fierro de la herradura golpea y se desliza por el limo que cubre parte de las lajas. El cielo negro, el ruido de la cascada y el viento helado saben del esfuerzo que tienen que hacer para no romper en sollozos. Sostiene, con lo terso de sus manos, la cabeza de su hijo; y con su pecho y vientre forma un nido, para que encaje el pequeño cuerpo de Moisés. Tiene cuatro años, conoce la estatura del maíz, el dulce de sus granos, el siseo de la víbora y la cereza del café que corta cuando el fruto colorea; ahora, sus ojos son estrellas lejanas cubiertas por un párpado sin resorte.
San Juan conoce el camino y guía con precaución a la bestia, pues recuerda lo que dijo su compadre:
-Es una yegua mansa, pero a veces pajarea y se espanta. El golpe de los cascos sobre la roca se vuelve estridente cuando la bestia patina, y tiene que gritarle.
–– ¡Oh, Oh, Oh, bestia, bestia! —para que se calme y vuelva a su paso. No mira, sólo atiende al camino. Y de golpe se le viene al pensamiento que su mujer no le dio más hijos y siente que en el pecho se están amasando bolas que le impiden hablar. Al cruzar el riachuelo, una estrella se mira en el cielo y la madre se persigna.
–– ¡Gracias a Dios ya casi llegamos! —Exclama, mientras besa la nuca de su hijo, que revienta en fiebre –– Vas a ver que te vas a componer ––le dice al oído, y luego––:
-¡Apúrate, Celedonio, apúrate, que siento que el niño se desguanza!
Alumbrado por unos candiles y unas lámparas, el niño es puesto en un catre. La aguja busca encontrar la superficie de una vena, pero ésta se esconde en una piel que se arruga de seca. ¡Por fin, la encuentra! Un hilillo de sangre se diluye en el agua, señal de que se está dentro de la vena. Es crucial meter en el pivote de la aguja el conducto por donde bajará el suero. Con violencia, el niño intenta sentarse; el padre y la madre le detienen, mientras el médico se apronta para fijar la aguja. Después, se afloja, tan rápido, que se vuelve nada.
–– ¡Mi hijo! –Grita la madre.
El médico alumbra y la boca está llena de restos de alimento. Le voltea la cara, mete sus manos en la garganta y extrae los pedazos. La boca de él cubre la boca del niño dándole aire. Le golpea el corazón y sus manos muellean con angustia el tórax. Los instantes caen como la rosa que el viento deshoja. La madre estalla en gritos y le habla en balbuceos, entrecorta las palabras, gime y sus lágrimas caen como un rosario que se rompe, pero el hijo, no despierta.
Regresan hacia Portilla. El viento frío trajo la lluvia. El caballo resbala, y en el “¡Oh!, ¡Oh!, ¡Oh!, ¡bestia!”, San Juan se muerde el labio y llora.
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