El telescopio abrió sus grandes ojos grises y enfocó
el espacio inconmensurable. Un diminuto punto centelleó a la distancia, quizá
alcanzado por la luz de un sol desconocido. Lo vio moverse borrosamente,
iniciar un crecimiento desesperado. Pero la imagen proyectada sobre sus retinas
tenía forma y magnitud desconocidas, era una masa amorfa. Sus belfos bufaron; una
capa de vaho espeso alcanzó su frente, empañando sus cristales.
—¡Chingada madre! —apretó los párpados,
parpadeo diez veces, puncionó desesperadamente sus sienes, pero no conseguía corregir
el enfoque.
—¿Qué dijo, doctor? —estalló a una voz.
Los ojos del telescopio se retrajeron dentro
de sus cuencas. Al abrirlos, se encontró frente al médico adscrito, que lo
miraba con cara de pocos amigos.
—Si quiere, vuelvo mañana para que me
presente a su paciente, doctor…
—Dísculpeme, doctor…
Y el telescopio abrió sus grandes ojos
grises y enfocó el espacio inmensurable de la cama 1142.
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