martes, 4 de junio de 2013

Servicio social (10): Paráfrasis del ausentismo en los Centros de Salud...

Paráfrasis acerca del ausentismo en los Centros de Salud de Primer Nivel de Atención Médica en el municipio de Amealco, Qro. 
(Primera de tres o cuatro partes)

Por Juan Juan Antonio José, enviado especial.

Otra semana que se diluye entre el tedio, la soledad y el pesaroso aroma de la provincia a medio comprender. La mano ¾rígida¾ se vuelve torpe, con una pesadez de anciano decrépito y oxidado. El estetoscopio ¾incómodo¾ arroja sobre las membranas timpánicas un tun¾tun seco, sordo, distante. El reloj Citizen, amodorrado sobre la muñeca de la mano izquierda, bosteza contagiosamente, mientras duerme como quien lleva horas interminables abandonado a una sola espera: “Diez minutos para las dos de la tarde”. La hora de la comida. El médico pasante en servicio social maldice en silencio la lentitud desafiante del tiempo y vuelve su atención al hombre de mediana edad sentado ante el escritorio, en el banquillo de los enfermos.
¾¿Qué es lo que le pasa, señor? ¾repite la pregunta, la misma pregunta que repica en sus orejas esta semana, la semana pasada, todo el mes... la misma pregunta que formuló desde el primer día de servicio social al primer ser humano que cruzó esa puerta, provocando en él desconcierto y angustia. Y que ahora, al paso de cinco meses, se ha convertido en algo monótonamente familiar—. ¿Qué le pasa? ¾Suaviza la voz al darse cuenta que ha puesto el énfasis acostumbrado para las broncas de metro o riñas de cantina.
¾Pues fíjese doctor que tengo comezón en las narices.
“Pues rásquese”, quiere gritarle a la mujer gorda que lo observa detrás de dos ojos fofos, y cursa por su mente la idea de considerar el tratamiento y anotarlo en la receta al final de la entrevista, como segunda elección ante la carencia de antipruriginosos.
¾Yo creo que tiene amibas ¾se apresura a decir la madre, sabia e impaciente, del chamaco que no para de correr sobre los muebles del consultorio.
¾¡¿Qué?! ¾se oye a sí mismo, se pone rojo, contiene la respiración, los ojos a punto de estallar, la mirada extraviada, las manos sudorosas, a punto de cometer un asesinato más en su vida imaginaria. Explota...
Pero antes de que ocurra algún desastre, preferimos cortar la escena...
Sin embargo, tan pronto su reloj se halle próximo a dar las dos de la tarde, el médico pasante correrá a la habitación de al lado y tomará de un closet improvisado dos, tres cambios de ropa que arrojará en el interior de su mochila y saldrá corriendo. En la sala de espera encontrará a la enfermera de mirada suplicante y la encantará con un principesco beso en la mejilla y un “nos vemos el lunes, Marce”. Pero la huida nunca es fácil: antes de alcanzar la primera puerta de la clínica tendrá que golpear a una anciana empecinada en detenerlo a como dé lugar; en el jardín luchará a brazo¾mano¾pie¾rodilla¾cabeza—huevos partidos contra una hueste de perros rabiosos que, sin saber qué está pasando, se unen a la trifulca. Antes de salvar la puerta exterior tendrá que saltar sobre una manada de escuincles tosferínicos que, haciendo gala de una puntería fenomenal, arrojan hacia él sus accesos de tos. Quizás en el camino ¾dependiendo del número de metros o kilómetros que deba recorrer¾ pateará a dos pacientes que insisten en detener su marcha y obligarlo a volver al Centro de Salud, sin que les valga madre que de 14 a 16 es hora de sus sagrados alimentos.
¾¡Carajo, pinche gente! ¿Quién les dijo que me voy de fin de semana a la ciudad de México? Sólo voy a comer y regreso. ¿La mochila? Esa es solo por lo que pueda pasar. ¡Uno nunca sabe!

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