Paráfrasis acerca del ausentismo en
los Centros de Salud de Primer Nivel de Atención Médica en el municipio de
Amealco, Qro.
(Primera de tres o cuatro partes)
Por Juan Juan Antonio José, enviado especial.
Otra semana que se
diluye entre el tedio, la soledad y el pesaroso aroma de la provincia a medio
comprender. La mano ¾rígida¾ se vuelve torpe, con
una pesadez de anciano decrépito y oxidado. El estetoscopio ¾incómodo¾ arroja sobre las
membranas timpánicas un tun¾tun
seco, sordo, distante. El reloj Citizen, amodorrado sobre la muñeca de la mano izquierda,
bosteza contagiosamente, mientras duerme como quien lleva horas interminables
abandonado a una sola espera: “Diez
minutos para las dos de la tarde”. La hora de la comida. El médico pasante
en servicio social maldice en silencio la lentitud desafiante del tiempo y
vuelve su atención al hombre de mediana edad sentado ante el escritorio, en el
banquillo de los enfermos.
¾¿Qué es lo que le
pasa, señor? ¾repite
la pregunta, la misma pregunta que repica en sus orejas esta semana, la semana
pasada, todo el mes... la misma pregunta que formuló desde el primer día de
servicio social al primer ser humano que cruzó esa puerta, provocando en él desconcierto
y angustia. Y que ahora, al paso de cinco meses, se ha convertido en algo
monótonamente familiar—. ¿Qué le pasa? ¾Suaviza la voz al darse cuenta que ha puesto el énfasis acostumbrado
para las broncas de metro o riñas de cantina.
¾Pues fíjese doctor
que tengo comezón en las narices.
“Pues rásquese”, quiere gritarle a la mujer gorda que lo observa detrás de dos ojos fofos, y cursa por su mente la idea de considerar el tratamiento y anotarlo en la receta al final de la entrevista, como segunda elección ante la carencia de antipruriginosos.
“Pues rásquese”, quiere gritarle a la mujer gorda que lo observa detrás de dos ojos fofos, y cursa por su mente la idea de considerar el tratamiento y anotarlo en la receta al final de la entrevista, como segunda elección ante la carencia de antipruriginosos.
¾Yo creo que tiene amibas
¾se apresura
a decir la madre, sabia e impaciente, del chamaco que no para de correr sobre
los muebles del consultorio.
¾¡¿Qué?! ¾se oye a sí mismo, se
pone rojo, contiene la respiración, los ojos a punto de estallar, la mirada
extraviada, las manos sudorosas, a punto de cometer un asesinato más en su vida
imaginaria. Explota...
Pero
antes de que ocurra algún desastre, preferimos cortar la escena...
Sin
embargo, tan pronto su reloj se halle próximo a dar las dos de la tarde, el
médico pasante correrá a la habitación de al lado y tomará de un closet
improvisado dos, tres cambios de ropa que arrojará en el interior de su mochila
y saldrá corriendo. En la sala de espera encontrará a la enfermera de mirada
suplicante y la encantará con un principesco beso en la mejilla y un “nos vemos
el lunes, Marce”. Pero la huida nunca es fácil: antes de alcanzar la primera
puerta de la clínica tendrá que golpear a una anciana empecinada en detenerlo a
como dé lugar; en el jardín luchará a brazo¾mano¾pie¾rodilla¾cabeza—huevos
partidos contra una hueste de perros rabiosos que, sin saber qué está pasando, se
unen a la trifulca. Antes de salvar la puerta exterior tendrá que saltar sobre
una manada de escuincles tosferínicos que, haciendo gala de una puntería
fenomenal, arrojan hacia él sus accesos de tos. Quizás en el camino ¾dependiendo del
número de metros o kilómetros que deba recorrer¾ pateará a dos pacientes que insisten en detener su marcha
y obligarlo a volver al Centro de Salud, sin que les valga madre que de 14 a 16 es hora de sus sagrados
alimentos.
¾¡Carajo, pinche
gente! ¿Quién les dijo que me voy de fin de semana a la ciudad de México? Sólo
voy a comer y regreso. ¿La mochila? Esa es solo por lo que pueda pasar. ¡Uno
nunca sabe!
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