Nochebuena daba paso a Navidad. La tenue luz de la aurora agredía la visión del pálido Santa quien, por un momento, se creyó con tremenda resaca. A pesar del dolor de cabeza, su memoria colocaba frente a sí la imagen de la linda mujer: esbelta, de rostro níveo, y una linda y rosada lengüita que mostraba entre dos caninos apenas prominentes.
—Las mujeres, ¡ay!, las mujeres —decía, tocándose el cuello dolorido.
En su oído aún sentía su aliento y esa vocecilla que decía; “tu traje me abre el apetito y mi debilidad son los hombres rubicundos”.
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