— ¡Doctor, doctor! ¡El niño no respira!
Me lo dijo a gritos el mozalbete. Dejé a los estudiantes, a quienes les impartía la clase de Biología en la naciente secundaria de Cox y salí corriendo, tomando el atajo para llegar a mi consultorio, donde doña Licha, la mamá, ya instruida, le daba con el dedo índice masaje al corazón del bebé de quince días de nacido.
Ese niño había llegado a deshoras, la madre con poco más de cuarenta años, nunca pensó que la providencia le diese otro hijo. Dos días antes se presentó en el consultorio diciéndome que los cólicos no se le quitaban al recién nacido. Habían probado remedios caseros y hasta algunas gotas que un dentista había recomendado. Después de observarlo detenidamente, y por su edad, sospeché que el niño podría tener un tétanos.
Cox en aquel tiempo estaba incomunicado, había que recorrer de tres a cuatro horas a caballo y después otro tanto para llegar a la ciudad. O bien esperar a que bajase la avioneta si el tiempo lo permitía. El pronóstico de dicha enfermedad en ese medio o en cualquiera sigue siendo grave, pero en aquel tiempo era mucho más.
¿Qué me hizo aceptar un reto de tal envergadura, si lo más sencillo era decirles a los padres que lo llevaran a un hospital? No lo sé, si volviera a estar en una situación similar, les diría: “esto no puede tratarse aquí, requiere de especialistas y de cuidados intensivos”.
El bebé estaba grave; y a los ojos de los padres debieron verlo más. Recuerdo que llegó el cura Panchito y luego quien sería su padrino. En el consultorio fue bautizado con el nombre de Mario. Don Servando, su papá, me dijo: “no lo llevaremos a la ciudad, se lo encomendamos a Dios y a usted, doctor”, quizá esa fue la motivación y hablé con la mamá, que la necesitaba al lado del bebé. Las contracciones eran tan fuertes que el niño dejaba de respirar y el corazón se detenía, por lo que tuve que adiestrarla en reanimación. ¡Qué mejor enfermera que la mamá!
Recuerdo que me cuestionaba: si el niño tiene contracciones musculares, debería responder a sustancias relajantes. Para ese momento tenía al bebé con soluciones intravenosas, antibióticos, penicilina cristalina, y doña Licha se sacaba la leche y la daba con un gotero, pues no podía mamar. Teníamos botellas de agua caliente a toda hora, ya que en las madrugadas bajaba la temperatura en aquel pueblo de la montaña. Todos los días se aseaba del muñón umbilical.
Cómo llegué a deducir que el Diazepam podría servirme, no lo sé. Pero recuerdo haberme dicho: si diez miligramos sirven para un sujeto de 60 Kg , ¿cuánto tendré que ponerle al bebé? Tenía muy presente que la sustancia es altamente irritante para las venas, así que la diluí en suero y se la instalé gota a gota. Fue increíble, el número de veces que dejó de contraerse se redujo a una o dos en el día. Sabía de antemano que era imprescindible no descuidar la hidratación, la alimentación, el suministro de antibióticos y por supuesto se habían mandado a traer de la ciudad la antitoxina. Creo que el amor de la madre, los rezos que ella hacía, fueron insubstituibles para que el infante cruzara la delgada línea que hay entre la vida y la muerte.
Un día llegó doña Licha y me presentó a su hijo… un muchacho enorme, lo saludé y lo abrace como a un hijo mío que no hubiese visto en veinte años. En alguna ocasión, recuerdo que dijo su mamá: “le debimos de haber puesto Rubén, yo creo que Diosito lo mandó a estas tierras”. Yo me quedé pensando, que no en todos mis pacientes tuve aciertos y en uno de ellos aún bajo la cabeza y pido perdón a la madre por no haberlo salvado.
2 comentarios:
Saludos ruben buena historia, creo que vale la pena desnudarla de ese tono personal y transformarla en un relato a distancia. como siempre un abrazo cordial.
gracias oscar... no se como no se grabo el mensaje, te decia que forma parte de mis andansas en el servicio social... y que por eso esta en primera persona... un abrazo
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