viernes, 1 de abril de 2011

Del anecdotario: Doña María (la Abuelita)


Muerte y lujuria, José Clemente Orozco.


La suripanta, José Clemente Orozco.

Para los viejos del pueblo -incluidos entre estos a mis propios padres-, doña María seguramente fue un personaje inexistente o, a lo sumo, uno muy insignificante. Para nosotros, al contrario, fue sin la menor de las dudas, el más notable de ellos. Doña María era conocida en el bajo mundo de nuestra adolescencia como: la Abuelita. Y ejercía como bien habrán sospechado, el oficio más antiguo del mundo. Según me cuentan, en aquellos ayeres la buena mujer rondaba los cincuenta y ocho años, vivía al otro lado de las vías del tren, muy cerca del centro del pueblo y que era, sobre todas las buenas referencias, amen de comprensiva, muy cariñosa. Apelo aquí a mi inocencia y mi pudor, pero sobre todo a la ventaja que me da haber sido yo y no otro el que cuenta esta historia, para dejar en claro que jamás aquellas mis necesidades fueron cubiertas por la Abuelita. De allí el recurso narrativo de: me cuentan...
      Me cuentan pues, que habiéndose presentado con ella un buen amigo de la infancia, y que a la sazón andaría alrededor de los dieciséis abriles, y después por supuesto de haber cubierto sus más ancestrales necesidades, cayó en cuenta de que no llevaba ni una sola moneda para el pago requerido por la buena suripanta. Rogó, ensayó la mejor cara de compungido, se apenó, entornó los ojos, y en fin, puso su mejor empeño, y la más florida lengua, para lograr con aquellos gestos lo que los cánones marcaban como absolutamente útil, en el supremo afán de salir lo mejor librado de dicha circunstancia. La buena mujer, comprensiva hasta la pared de enfrente, aceptó resignada aquellos gestos de arrepentimiento que debía considerar como su pago.
      Pasaron apenas unos días, y estando doña María de compras en el mercado del pueblo, se topo de pronto con la señora Z -madre de aquel amigo neo-desvirgado-, Hay mamita, dijo doña María, me da mucha pena abordarte en estas circunstancias, pero fíjate que tu hijito me quedó a deber 20 pesos. La señora Z, ligeramente turbada, y habiendo reconocido en aquella mujer a quien las lenguas del pueblo tenían bien identificada, sacó de su monedero los pesos y los colocó en la mano que se extendía, sin ningún remordimiento, abierta.
      Era el pueblo, eran los años setentas, eran las ansias y las angustias, eran las buenas gentes que acompañaban nuestras vidas, eran también las madres a las que de algún modo, les aliviaba saber que para todo había almas buenas y caritativas.

Salto de Agua Chiapas, verano de 1974.


By Oscar Mtz. Molina


3 comentarios:

Wong dijo...

Como siempre, Oscar hace que nuestra mente se transporte a otro lugar y otro tiempo.

Médicos mexicanos por la cultura y el arte dijo...

Oscar, lo mejor es el final: lo comprensivo de la madre.

Saludos.

Anónimo dijo...

excelente... cosas que antes sucedían. bien contado rub