Estabas ahí: menuda, enfundada en unos jeans sin marca, descuidamente
holgados, y un suéter a rayas claras y chillonas, que cubría la mitad de tus
muslos; tenis de tela, azules. Podías ser la hija de alguno o la hermana menor
de todos, pero difícilmente una médico pasante. Tu silencio llamaba la
atención. Cuando oí tu voz por primera vez, la acompañó una risa sencilla y
discreta; pero enseguida el silencio volvió a ser tu principal compañero. El
libro de cuentos de Gustavo Sanz se había humedecido en su danzar de una mano a
otra.
Esa noche,
en el albergue de La llave, dormí abrazado al silencio de tu nombre, escrito en mi
libreta de apuntes.
Imagen tomada de la red.