domingo, 14 de julio de 2013

Servicio social (11): El último autobús a la ciudad


Esperé a Eva en el paradero hasta que pasó el camión de las seis y media de la tarde, el último. Cuando vi que no se encontraba entre los pasajeros que descendieron, decidí volver a la clínica a comer y tomarme una cerveza para tranquilizar el mal momento; mañana a primera hora abordaría el autobús que me llevara a la ciudad.
Aunque no hayamos tenido una disputa en los siete meses que llevamos de novios, las cosas entre Eva y yo no están del todo bien, y un fin de semana juntos nos habría permitido orientar de nueva cuenta nuestros sentimientos y responder a nuestras dudas. Quizá nada hubiéramos resuelto, pero esa habría sido otra historia. Lo intentamos, en fin….
Mientras tomo el camino de regreso al centro de salud, trato de imaginar qué pudo haber sucedido para que Eva, tan cuadrada en su forma de pensar y de ser, de última hora —y sin avisarme— haya cambiado el plan que teníamos para el fin de semana juntos. No encuentro ninguna razón, válida o no, que satisfaga mi curiosidad y mi malestar. He tenido de pareja a mujeres de una inestabilidad emocional tal que nada de lo que hagan me sorprende, por más descabellado que parezca. Pero no Eva, precisa de sentimientos y buen control sobre sus emociones, negada a los divagues del pensamiento o el alma. No pocas veces me he preguntado qué necesito hacer para romper ese equilibrio y, al menos una vez en la vida, verla estallar. Su carácter, dulce y terso, le permite sonreír y espantar de su cabeza cualquier sombra que pretenda inquietarla y, simplemente, no pasa nada. Quizás sea eso lo que me mantenga junto a ella —sin olvidar su cuerpo bien delineado, su cintura breve y cadera llamativa, pero sin exageraciones—. Además, no olvido que siempre estuvo ahí en los estira y afloja con Judith, su amiga. Por todo eso, si esta tarde Eva no estaba conmigo era sin duda porque algo de suma importancia interfirió con nuestros planes: quizá un parto o un herido de última hora, quizá algún inconveniente con sus padres en la ciudad de México, quizá cualquier cosa que yo no puedo imaginar en este momento, pero que no ayuda a tranquilizarme en este viernes por la tarde, varado en la pequeña comunidad de Donicá. A la gente del lugar le debe pasar lo mismo que a mí, porque pasan a mi lado sin mirarme, como si yo fuera un fantasma que por decreto no debía estar ahí. Tienen razón, no los culpo: desde que llegué hace cuatro meses, es la primera vez que en viernes a esta hora no estoy llegando a la ciudad de México o visitando a mi familia en el estado vecino.

No sé en qué estaba pensando cuando acordé con Eva encontrarnos aquí y no Amealco o San Juan del Río, como hemos hecho en otras ocasiones. Tal vez porque ella aún no conoce mi comunidad y yo sí conozco la suya; tal vez porque somos novios desde hace siete meses y a veces parece que llevamos juntos  menos de un mes. Cierto: desde que vinimos al servicio social nos hemos visto cuatro o cinco veces, no más. Aunque Eva no me ha dicho nada, tengo la sensación de que sospecha que veo a otra mujer, que sabe que las constantes cancelaciones para vernos los fines de semana solo son pretextos. Y tiene razón. Por eso es que hoy estaba dispuesto a contarle todo, a decirle que desde hace tres meses me veo con Helena, que no sé si debo llamarla novia o amante, porque está casada y es algunos años mayor que yo; que es médico pasante como nosotros, pero es tal su cultura que las horas a su lado pasan de prisa, aunque, dice con sencillez, que su único defecto es que le gusta la música de Los Bukis; que Helena es alguien de quien te enamoras no más la ves. Y eso fue lo que pasó… No sé cómo habría tomado Eva mi confesión, posiblemente con la serenidad que acostumbra me habría dicho que entonces no hay nada más de qué hablar, Manuel, que sean felices, con o sin mi bendición. Sí, no hay mucho qué puedas hacer cuando ves a una desconocida que te salta de inmediato al corazón. 

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