martes, 18 de marzo de 2014

La residencia (XI): Asalto

Mientras abandonaba la monoplaza de la cigüeña para siempre, el chamaco tiró al vacío sus mejores golpes, por instinto.
En cuanto llegues a una ciudad, ponte hacha, vivo, cabrón... muy vivo le había aconsejado su guía espiritual mes con mes, mientras observaba con detenimiento su gestación y lo adiestraba para el incierto porvenir. En esa ciudad (la más grande del mundo) hay que estar al tiro, con los ojos bien abiertos y los puños crispados y la voz se grababa una y otra vez en su cerebro plastificable. Precavido, el chamaco aprovechó las últimas diez semanas de gestación para inscribirse a un curso intensivo de artes marciales y agandalle callejero. Pero consciente de que nunca está de más un as bajo la manga, en un puesto de fayuca compró una navaja italiana. “Uno nunca sabe lo que vendrá...”, se justificó, dispuesto a burlar los detectores de armas del Aeropuerto Celestial.
Al primer golpe que recibió, el chamaco gesticuló, desconcertado. A pesar de las advertencias de su gurú espiritual, tenía la esperanza de que se tratara de una costumbre local de dar la bienvenida a los nuevos visitantes. Al segundo golpe, desechó su pensamiento anterior y maldijo comprendiendo al fin y manoteó, pataleó, queriendo escapar de las garras que férreamente aprisionaban su cuerpo y lo inmovilizaban. Quiso abrir los ojos y ver qué sucedía, pero una pasta sebosa se lo impidió. Su boca fue abierta sin conmiseración e introdujeron en ella un tubo largo y rígido, agudamente frío, molesto, que le provocaba ganas de vomitar y lo asfixiaba. El recuerdo de las series policíacas norteamericanas que había visto de contrabando en el Cielo lo llevaron temer lo peor: “Es una pistola... una pistola que te volará la lengua y los sesos...”. Entre bocanas de flema, la resignación de una muerte temprana lo fue invadiendo. “Es inútil resistirse, continuar con esta estéril y dispareja lucha”, pensó.
¡Ya está! escuchó decir a una voz lejana, gutural, al otro extremo de la vida, cuando su cuerpo era trasportado por los aires.
“¡Maldita sea... apenas llego y ya me llevan de regreso! Ya estoy muerto y ni me dieron tiempo de nada”.
¿Por qué vuelves tan rápido? preguntará su guía espiritual al verlo cruzar las puertas del Limbo.
¡Juro que ni me dieron tiempo de nada! Yo esperaba llegar, bajarme, caminar... cruzar la acera... ¡Ni siquiera abrí los ojos!
Ya ni modo, no tiene remedio y su guía encogerá los hombros, con una mueca de desdén y agravio, tomando nota en su libreta de ingresos límbicos.
¡Pero si me dan otra oportunidad te aseguro que... ¡No volverá a suceder!
Te aseguro, hijo, que no volverá a suceder”.
Cuando pudo abrir los ojos, el cuerpo del chamaco se hallaba sujeto, envuelto, inmóvil; y un enmascarado azuloso lo contemplaba burlón, apuntándole con el dedo.
Uno más en mi larga lista dijo con hastío el pediatra y abandonó la sala.
Ya solo, abandonado en aquella multitud de trapos que amordazaban su desnudez, el chamaco soltó el primer chillido de su vida, lamentándose amargamente:
Carajo, si me dan otra oportunidad, me cae de madres que  no vuelven a sorprenderme. ¡Lo juro!

martes, 4 de marzo de 2014

Conejillo de indias


Un gesto y un ¡Ay!, fue lo que el diablo obtuvo de Juvenal Baylón al puncionarle una vena del antebrazo derecho; también le extrajo diez mililitros de sangre, los cuales vació de inmediato en un bolígrafo especial con el que se firmó el contrato por el cual Juvenal cambiaba su alma por inmortalidad, riquezas y eterna juventud.

Ese día, el sol brillaba con intensidad en Cancún y la temperatura era de treinta y nueve grados a la sombra; por ello, Juvenal se dirigió a unos de los cubículos que en el interior tenían un cajero automático y una agradable temperatura. Frente al cajero, Juvenal pensó en una cifra: Diez mil, veinte mil; sin embargo, al recordar que el cajero sólo podía darle tres mil pesos por día, fue que tecleó esa cifra. Ya con el dinero en sus manos y la pantalla del cajero preguntando si haría otra operación, Juvenal, pidió que le fuera impreso su saldo. Cuando Juvenal salió del cajero, sonreía y llevaba un papel en la mano izquierda en el que estaba impresa una cifra de más de diez ceros a la derecha.

Con el sudor en la frente, Juvenal, pensó en la playa y en el agua, así que fue a comprar un traje de baño, unos huaraches, un bronceador y se dirigió al club de playa más exclusivo del puerto. Ahí pidió y tomó dos, tres, varios cocos con ginebra, los cuales hicieron estragos en su comportamiento, pues el capitán de meseros, parado frente a él, le pidió amablemente: “Por favor, señor, le agradecería que dejará de molestar a los demás clientes”. Juvenal, asintió con la cabeza y, trastabillando, se dirigió a darse un chapuzón en la playa.

El grado de embriaguez de Juvenal, era tal, que a los pocos minutos de ser llevado de un lado a otro por las olas, gritó en demanda de auxilio. El salvavidas del club de playa corrió en su ayuda, y de no ser un joven sano y fuerte, hubiese muerto en el intento de rescate de Juvenal. Los ciento veinte kilos de peso de Juvenal impidieron que fuera rescatado, y se hundió...

Cuatro horas después, en la arena de otra playa, el voluminoso cuerpo de Juvenal, era apenas movido por las olas. Media hora paso antes de que Juvenal recuperara la conciencia; misma que le hizo recordar el contrato que firmó con sangre: “Vaya, en un sólo día he comprobado que soy rico e inmortal. Ahora sólo falta saber si en verdad seré eternamente joven”. Después de mucho meditarlo, llegó a la conclusión de que únicamente el paso del tiempo le permitiría confirmar su eterna juventud.

Con la tranquilidad que da el dinero, Juvenal, se dedicó a gastarlo en viajes, francachelas, mujeres y vicios; y la confianza que da el saberse inmortal, le llevó a la práctica de los deportes extremos, el manejo de motocicletas y automóviles de lujo a grandes velocidades y al sexo sin protección...

Los días, los meses, los años y cualquier otra forma de compactar el tiempo, llegaron y se fueron, y el vaivén de la vida puso a Juvenal en deslucido hospital, en donde ciego, desnutrido e inmóvil, oye a los médicos, que sin prudencia comentaban frente a él: “Lo conocí cuando yo era estudiante y ya estaba en fase terminal”; “Tiene sarcoma de Kaposi, citomegalovirus y tuberculosis”; “Ochenta y cinco años con sida, ¿puedes creerlo?”.

Juvenal se siente como un conejillo de indias; un conejillo de indias inmortal...