martes, 19 de marzo de 2013

Servicio social (7): Después de la tormenta



Al despertar, la tormenta había pasado (como una pesadilla que se diluye en las profundidades del pensamiento). Abrí los ojos ¾pesados, dolorosos¾ y la presencia del sueño se integró a la oscuridad de la noche o ¿quizás la madrugada? No sabía la hora. Traté de penetrar en mi reloj de pulso, pero era de esos que en la oscuridad son nada. No importa, pensé, es preferible mil veces esta realidad que la pesadilla en la que me enfrasqué. Sin embargo, aún atarantado por la resaca y el temor diluvianos, no quise levantarme de la cama ni alargar la mano en busca del interruptor de la lámpara. Temía prender la luz y encontrarme con algún animal marino ¾venenoso o no¾ o simplemente hallar junto a mi cama alguna bestia agazapada, en espera del menor movimiento. Lo mejor en estos casos, volví a pensar, es dormir de nueva cuenta. Ya mañana Dios dirá. Pero siempre con la esperanza y la posibilidad de que el sueño siga otro curso menos inquietante. Cerré los ojos y los mantuve fuertemente apretados por una eternidad imposible de calcular. Pero el sueño no llegaba. Los volví a apretar con mayor fuerza, los tallé cien veces, me acosté boca abajo, me tragué diez tabletas de diazepam que guardaba bajo la almohada, conté rebaños de ovejas más negras que las de Augusto Monterroso... pero el sueño se había espantado y ni con la mejor de las engañifas podía atraerlo de regreso. Me estoy desesperando, pensé, con los músculos tensos, los puños cerrados, el corazón acelerado, y un insulto en la boca. Y sin pensarlo más, llevado por el impulso instintivo de la furia en aumento, me abalance fuera de la cama en busca del interruptor de la luz al extremo de mi cama. Pero no llegué a tocarlo: caí, tropecé con el vacío, di vueltas, piruetas y volví a caer en un sinfín de oscuridad absoluta, que no tenía para cuando terminar.
¾¡Puta madre! ¾me escuché gritar, irreconocible, la voz más aguda¾. ¡No es que la luz se haya ido de la clínica...! ¡Estoy muerto! Y para colmo, parece que llegué al limbo.

sábado, 2 de marzo de 2013

La sombra del cedro



La mañana es fría. La gente cuchichea mientras se sienta. De las casas llega el olor a café. Empieza la sesión. Presido la mesa. En breve, las personas se animan a preguntar. Contesto, dialogo y respondo con pasión y convencimiento. Mis oyentes se hacen señas y muestran interés. Hay gente de pie, otras escuchan fuera del recinto. El sol se ha mostrado y entre la plática con la comunidad, se abren silencios.

Te recuerdo y te digo: “No puedo abrazarte, ni decirte lo bien que me he sentido. En la distancia contemplo fugazmente tus ojos. Si pudieras leer mi pensamiento, si pudieras mirarme la cara verías la sombra del viejo cedro que golpea la ventana y se recuesta en mis labios”.

Me preguntan, dialogo, discuto. Así son las mesas de trabajo. Mis ojos esperan con paciencia otro silencio. Otro disparo: “Tu y yo dándonos vueltas con los brazos abiertos para sentir la inmensidad del monte en nuestra piel”.


La gente mayor me invita a sus casas. Las mujeres, cuando se enteran que me gustan las plantas, desean enseñarme su jardín.


Llévese un codito, seguramente con esto recordará nuestro pueblo.


Yo acepto. Otras cortan algunas rosas y me las dan:


Para que se la lleve a su novia.


Nadie nota mi desesperación. Será un fin de semana largo. Me urge montarme en un carro. Comer kilómetros de la lengua de asfalto, sentir que nos esperamos. Ansioso de su abrazo, y ella del mío.